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Costumbres Mortuorias de

i

los Indios de Chile y otras partes de América

POR

RICARDO E. LATCHAM

{Miembro correspondiente del Royal Anthropoíogícal Institute of Great Brítaín and Ireland) .

Soc. IMPREriTñ-LITOGRñFÍñ ‘•BñRCELONñ

SrniTinQO-VñLPñRñíSO = 1915

COSTUMBRES MORTUORIAS BE LOS INOIOS DE CHILE Y OTRAS PARTES DE AMERICA

POR

RICARDO E. LATCHAM

(Miembro correspondiente del Roy al Anthropological Institute of Great Britain and Ireland).

INTRODUCCIÓN

La falta de monumentos indígenas en la mayor parte de América ha sido uno de los motivos principales por qué la arqueología del continente ha sido muy imperfectamente estudiada. México, Centro América y el antiguo Perú son las regiones que más han llamado la atención de los arqueó- logos, porque allí están más visibles las reliquias de las anti- guas poblaciones. Por largo tiempo se creyó que las demás zonas serían estériles para los propósitos arqueológicos, y que los países sólo habitados por salvajes (así llamaban

ANIMISMO

El hombre primitivo y su modo de pensar. La naturaleza animada. Fe- tiquismo. Transformismo. El otro « Yo>>. Sueño y las ideas deriva- dadas de' ellos. —El ánima y su indestructilibidad. La inmortalidad de alma entre los pueblos primitivos. Magia y sus causas. Costumbres y creencias.

La idea de la religión no se encuentra en los pueblos muy primitivos. Nace durante el desarrollo de la inteligencia. Los andamaneses no tienen idea de un Dios, ni ningún con- cepto de orden espiritual (1).

Cuando se descubrieron las islas Marianas, sus habitantes estaban sin culto, sin templos y sin sacerdotes (2).

En Nueva Caledonia, Cook no halló la menor huella de religión (3) e igual cosa se puede decir de los tasmanianos, los arafouras de Varkav, los hotentotes, los cafres, etc.

Decker, Darwin, Fitzroy, Weddel y King están acordes en asegurar que los fueguinos carecen de ideas religiosas, y Azara (4) menciona otras quince tribus que estaban en el

(1) Cook. Voyages of Discovery. 2nd voyage. Agosto 1777.

(2) Laharpe. Abrégé de l’histoire genérale des voyages; tomo III.p. 487-

(3) Cook. Ibid 2n(1 voyage. Agosto 1774.

(4) Azara. Viajes en América Meridional.

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mismo estado. Ni los patagones ni los araucanos ni los esqui- males tenían noción de Dios. Estas citas podrían multi- plicarse y sirven para indicar la condición mental del hombre primitivo.

En su estado primitivo, no se le ocurre al hombre la idea de que sea un ente superior de la naturaleza; se concibe sólo como uno de los muchos seres animados o inanima dos que pueblan el mundo a su rededor. No puede toda- vía imaginar ningún objeto inánime. Para él, son todos do- tados de las mismas cualidades, sentimientos y pasiones que percibe en mismo y en general los considera empeñados en hacerle daño o en causarle contrariedades. Estos senti- mientos no son siempre activos, pero él cree que existen la- tentes, esperando una oportunidad propicia para dañarle. No percibe, en la mayoría de los casos, la relación entre causa y efecto y atribuye las consecuencias de los fenómenos más sencillos a las brujerías o malas intenciones. Su vida, la pasa en lucha constante con los elementos; el sol que le quema, el frió que le hiela, el torrente que impide su paso, el viento que vuelca su choza, los animales que destruyen sus siem- bras, las espinas que laceran su carne al pasar por los ma- torrales, los mosquitos que le molestan y todas las diversas manifestaciones de la naturaleza le enseñan que todo lo que ve a su contorno es su enemigo y en constante acecho para hacerle perjuicio.

La personificación de todos los objetos y fenómenos natu- rales y la dotación de ellos de sentimientos humanos que Generalmente supone antagónicos a sus intereses, hace que el hombre primitivo mire todo con desconfianza, y sus prin- gipales esfuerzos se dedican a propiciar los elementos que .pueden perjudicarle.

Estas concepciones fueron la gran fuente, de donde nacie- ron las supersticiones, las mitologías y las religiones.

Después de dotar de volición y conciencia a todos los obje- tos, era sólo un paso imaginarlos poseídos de poderes so- brenaturales que podían usar en su beneficio en el caso de

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ganarles su buena voluntad. Esto dió origen a los fetiches, elejidos por los individuos para su especial protección per- sonal. El fetiche podia ser un animal o un objeto cualquiera, puesto que en la mente del salvaje, todos eran dotados de iguales poderes. Una vezelejido, el fetiche llegaba a ser el objeto de su mayor veneración, el que era preciso propiciar por todos los medios que ocurriesen a su imaginación.

El fetiquismo en su forma más primitiva fué siempre ins- pirado por objetos especiales y singulares, porque la per- cepción del hombre es especial y concreta.

Pero el desarrollo mental conduce a que el hombre, por una evolución espontánea e innata, establezca tipos entre la inmensa variedad de objetos y fenómenos y estos tipos son las formas especificas de todas las cosas que son parecidas, análogas o idénticas. En vez de sentir temor o veneración por un objeto especial, llega a temer o a adorar todos los objetos de la misma especie.

Esta personificación de especies da nacimiento al politeís- mo antropomórfico, que era la única religión a que habían llegado los pueblos más cultos de América al tiempo de su descubrimiento por los europeos, quedando la mayor parte de ellos sumida en el estado de más absoluto fetiquismo. Sin embargo, el fetiquismo; como todas las demás mani- festaciones de la actividad mental; sufre una evolución y se encuentran diferentes fases entre las diversas tribus que la practican. En su forma inicial o primitiva, el animal u objeto se mira simplemente como la forma externa de una potencia que resida en ellos; es decir, el fetiche es concebi- do sólo como una fuerza intrínseca. Pero cuando pasarnos de esta forma a otra más avanzada, cuando el hombre no só- lo teme y mira con desconfianza los demás seres y objetos de la naturaleza, sino que los dota de poderes extrínsecos y los venera por su capacidad de hacerle bien o mal, aun a una distancia, entonces encontramos la génesis de otro or- den de ideas; la creencia en las ánimas.

En el primer caso el poder existe inseparable del objeto

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mismo, después se duplica o se multiplica con la facultad de alejarse del objeto que le sirve de cobertura externa y visible.

Esta idea originó en la observación por el hombre de su propia personalidad y luego la aplicó a todos los seres y objetos de la naturaleza circundante.

La sombra arrojada por su cuerpo, su reflejo en el agua, el eco que retumbaba en las montañas y en los bosques, la reaparición de los muertos durante sus sueños y su ins tinto innato que le hace vivificar todo lo que ve, produjeron lo que se puede llamar la reduplicación de mismo, y die- ron origen a la teoría primitiva del ánima o alma.

Al principio se creía que las ánimas se multiplicaban in- definidamente, y que había una para cada manifestación de los fenómenos naturales; pero poco a poco se iba reduciendo el número, y se clasificaban los atributos y facultades en cada grupo.

La creencia de la multiplicidad de las ánimas o espíritu todavía persiste entre muchos pueblos poco civilizados, y era el fundamento de las ideas religiosas de todos, en tiem- pos pasados, aún de los que son hoy más civilizados.

Los antiguos egipcios ascribieron al hombre cuatro espíri- tus: «Bas, Akha, Iva y Ivhaba»; los romanos le dieron tres: «Bis dúo sunt homines, manes , caro, spiritus, umbra ».

La misma creencia se encuentra en casi todos los pueblos salvajes o semi-salvajes. Les figianos distinguen entre el es- píritu que se sepulta con el muerto, la más ténue que se re- fleja en el agua y la que frecuenta la localidad en que ocurre la muerte.

Los madagascares creen en tres espíritus, los algonquinos en dos, los dacotas en tres, los indios de Colombia Británica en varios.

La elaboración de ideas tan complejas es lenta por su na- turaleza; porque envuelve la preconcepción de muchas ma- nifestaciones mentales, entre ellas el libre tránsito del áni- ma, que da lugar a la creencia en la transmigración del

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espíritu, la que en.su forma más desarrollada constituye el transformismo.

La transmigración del alma humana fué concebida en pri- mer lugar como el paso del espíritu del moribundo al cuer- po de un niño recién nacido. Los algonquinos sepultaban los cadáveres de los niños al borde de los senderos más trafica- dos, para que sus espíritus pudiesen entrar con facilidad a los cuerpos de las mujeres preñadas que pasaban por allí (1).

Algunas de las tribus norte-americanas creyeron que la madre veía, en su sueño, al deudo muerto que iba a imprimir su semejanza al niño que llevaba en su vientre.

Los pueblos primitivos e ignorantes no perciben una di- ferencia precisa entre el hombre y los animales y creen fá- cilmente en la transmigración del espíritu humano al cuerpo del animal y viceversa. La mayor parte de las tribus ame- ricanas creen que ellas se derivan de algún animal o ave, que llaman su hermano mayor y generalmente lo adoptan como su tótem.

Varias tribus de Norte América tienen la idea que los espíritus de los muertos pasan a ocupar el cuerpo de los osos y no matan a estos animales, o cuando lo hacen es con grandes ceremonias expiatorias.

Una viuda esquimal se negó a comer la carne de una foca porque creyó que el alma de su marido había migrado al cuerpo de ese anfibio. Otras han imaginado que los espíritus de los muertos {tasaban a las aves, los escarabajos y otros insectos, según el rango que ocupaban en vida.

Siguiendo estas ideas era muy fácil llegar a la encarnación del espíritu tanto de los hombres como de los animales en un objeto cualquiera, y de investirlo con poderes bené- ficos o malignos según el caso.

Algunos pueblos quedaron con estas creencias; otros avan- zaron más rápidamente y llegaron a la concepción poli- teísta.

(1) Relations des jésuites. 1636. Por el Padre Brebeuf, p. 129.

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Establecidas las convicciones de una vida aparte del cuer- po el hombre primitivo, principió a preocuparse más del úl- timo destino del espíritu y poco a poco la idea déla transmi- gración del alma a los cuerpos de animales u objetos ináni- mes perdió su fuerza.

Comu siempre imperaba la idea de la indestructibilidad del espíritu, era preciso crear un lugar especial donde po- drían congregar los muertos.

Todavía no se concibía la separación absoluta del ánima o espíritu, de su forma corporal. El salvaje es esencialmen- te materialista e imaginaba que el alma era una réplica exacta del cuerpo; pero con la facultad de hacerse invisible e intangible a voluntad. Tenía pruebas incontrovertibles de que podría mostrarse si así deseaba. Su sombra le acompa- ñaba por todas partes; cuando miraba al agua veía su refle- jo, igual en todos sus pormenores a su forma corpórea, pero que escapaba siempre de sus pesquisas.

En sus sueños veía y conversaba con los muertos en la forma como siempre lo había hecho durante su vida. ¿Qué otra cosa podría imaginar, sino que existiesen otras manifes- ciones materiales de su ser, dotadas de los mismos atributos como su naturaleza tangible? Esta réplica llegó a ser su alter ego el otro yo que existía después de la muerte y de la corrupción de su cuerpo material De esto tenía la más absoluta seguridad, con el ejemplo ofrecido a sus sentidos por la reaparición de los muertos durante sus sueños.

Los sueños desempeñan un rol muy importante en la vida síquica de los pueblos primitivos y hasta cierto punto go- biernan muchas de sus acciones. La idea predominante es que durante el sueño, el espíritu se desliga del cuerpo, sa- liendo por la boca, el pecho u otra parte, y que realmente ejecútalas acciones de que el dormido ha soñado.

Conlo la experiencia enseña que el cuerpo no se ha movi- do del lugar que ocupaba, la inferencia lógica es que el otro yo o ánima ha hecho estas excursiones y por lo tanto puede

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ver y ser visto y ejecutar todas las acciones de que es capaz el cuerpo despierto.

Cuando sobreviene la muerte, es porque no ha podido volver el espíritu, debido a las maquinaciones de sus enemi- gos, siempre en acecho para hacerle daño. Por esto, para muchos pueblos no existe la muerte natural, la cual siempre se considera producida por medios malignos.

Pero los espíritus desprendidos de los cuerpos no desapa- recían. Generalmente frecuentaban los lugares que solian habitar en vida, y a veces aparecían a sus deudos o amigos en sueños. Tenían las mismas necesidades y disfrutaban de los mismos sentimientos y placeres como los vivos; por con- siguiente era preciso atender a esas necesidades para que nada les faltase. De aqui nació la costumbre de enterrar con los muertos todos aquellos objetos que les servían en la vi- da. Como todos los objetos, al igual del hombre, tenían su ánima, el muerto se servia de estas de la misma manera co- mo se había servido de los objetos mismos.

Además de los espíritus familiares de las personas u obje- e los rodean, la mayoría de los pueblos primitivos creen en otra clase de ánimas que son casi siempre malévolas y que son frecuentemente relacionadas con los fenómenos de ía naturaleza, que ellos no comprenden. Estas ánimas son tan variadas en sus características como lo son los pue- blos que creen en ellas.

No son circunscritas por el tiempo ni por el espacio y la distancia no ejerce ningún efecto sobre ellas.

Son muy temidas por los indios a causa desús influencias malignas, y su capacidad en este sentido es limitada sólo por la imaginación del individuo.

Una de las ideas más universales y más arraigadas res- pecto de ellas, es que están siempre en acecho esperando una oportunidad para entrar en el cuerpo durante la ausencia del dueño. El soñar es considerado por los indios como una excursión peligrosa y muchas son las medidas concertadas

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para proteger el cuerpo dormido contra los ataques de las ánimas malignas o demonios.

Al comienzo, las ánimas de los deudos no se temían, se les ofrecía toda clase de facilidades para que volvieran a visitar sus antiguos lares. La vida futura era simplemente una continuación, en forma incorpórea de la vida actual, en que regían las mismas condiciones.

Más tarde se dota al ánima de cualidades anormales y aun sobrenaturales y como la mente salvaje no aprecia los be- neficios que recibe, que son para él perfectamente natura- les. y se concierne exclusivamente de los males que le pue- den sobrevenir; toma toda clase de precauciones para impedir la vuelta del espíritu, cosa que antes le era indi- ferente.

Su gran recurso son las prácticas mágicas, las que en su mayoría son preventivas o propiciatorias. Con frecuencia re- curre a los sacrificios, sean de animales, de objetos de valor, o aun de seres humanos.

El objeto de estos ritos es doble; primero para lograr inmunidad para y para el grupo a que pertenece y en segundo lugar para propiciar el espíritu del difunto y hacer- le conformarse con su nuevo estado, regalándole con todo lo que puede necesitar, sin que tenga el trabajo de bus- carlo.

Es preciso comprender este estado de mentalidad, que nos da la clave de muchas costumbres y ceremonias mortuorias, las cuales de otro modo nos parecerían absurdas e inexplica- bles.

La muerte en si, raras veces la teme el hombre primitivo, pues no se preocupa de futuras recompensas o castigos, que sólo aparecen en teogonias más evolucionadas.

Hablando de los guaycurues dice el Padre Sánchez La- brador: «Aun sube más la admiración al considerar el sosie- go con que reciben la sentencia de su muerte. Oyenla como si no hablaran con ellos, o fuese alguna nueva de diversión y contento. No temen castigo en la otra vida, porque no se

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extiende a tanto su entendimiento, ni esperan premio. Lo más que en este punto dice es que las almas desatadas de los cuerpos, andan invisibles por los lugares en que estando uni- das anduvieron. Sumergidos en estas sombras, entran en alas de la muerte sin susto ni congojas. Según su errado concep- to, quedan sobre la tierra, mejorando estado, y libres de mu- chas incomodidades del cuerpo. Esta es la doctrina que aprenden de sus doctores o médicos». (1)

Los lenguas, por otra parte, temen la muerte, por los po- cos atractivos que ofrece la vida incorpórea.

«El indio no mira la vida futura como mejor o más feliz que la actual, tampoco tiene conocimiento de un estado de castigo dependiente de las malas acciones cometidas. Consi- dera el cuerpo como el único medio en que puede gozar el alma y tiene muy poca idea de goces intelectuales o espi- rituales. Por lo tanto la vida posterior es para él vacia de verdadero placer. Cree que esto puede existir en pequeño grado, pero no le ofrece ningún atractivo. La única cosa deseable para él es la vida y sólo teme la muerte» (2).

«Vive en constante temor de los seres sobrenaturales. Al- gunos de estos espíritus; según se cree; están coaligados con los brujos, quienes frecuentemente aseveran que entre los kilyikhama (demonios) hay algunos que les ayudan en sus hechicerías.» (3).

Estos espíritus, al contar de los indios, existían anterior- mente en el cuerpo y ahora andan como demonios, buscan- do ocasión de entrar en el cuerpo del dormido, o de ocupar- lo cuando el alma vaga durante sus sueños.

(1) El Paraguay Católico, por el Padre José Sánchez Labrador, Tomo II. p. 39. Buenos Aires 1910.

(2) An Unknown People in an Unknown Laúd. -An account of the life and customs of the Lengua Indians of the Paraguayan Chaco, with adven- tures and experience during twent.y years pioneering and exploration amongst them. by W. Barbrooke Grubb, tercera edición, p. 116. London 1913.

(3) Id. Id., p. 119.

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Me más de los kUyikhama, los lenguas oreen en los apkan- ,ak o ánimas de los muertos; que solo cont.nuan la tuda

actual en un estado incorpóreo.

Corresponden exactamente en forma y caracteres al cuer po que han abandonado. Un hombre alto o uno corte > p - manece alto o corto en su condición de anima. Los pa tes vuelven a juntarse después de muertos y la misma vida de tribu y clan como cuando estaban

CUElPe°spíritu del niño queda niño sin desarrollarse más y r esto no es temido. Un asesino— es decir un indio que m ’ta a uno desu tnbu-nosólo seejecuta sino que se le queman !, vól v esoarcen las cenizas a los cuatro vientos. Creen que&con este tratamiento, el espíritu no puede reasumir su ma amana y que vaga informe e incogmtcq sin P reunirse con sus semejantes ni participar ™^relaciones de sociabilidad. El aphangak caza, , vi J ánimas de los

guas ocupaciones en forma espm ^ de eUos,

muertos no incomodan a os fur,erarias. Los

siempre que se cumpla ° tratan de 0,vidar-

vivos no mencionan a lo0 muertos, y

10 Fric’' hablando de la religión de los indios de UArgentrna

, Paraguay dice: «La mayoría de las tribus nimoc También el caballo, el perro y tu

bre tiene una o mas almas, lambien ei _o tienen

loro la tienen. Otros seres p an as . momento que los

un alma inferior que los abandona

“EUl- “o muerto monta e, alma de su caballo j; t atlas de sus Hechas con el alma de, arco, mata las

almas de ciervos y avestruces que sus j_

, , i._ ..¡inales sobre la caza muerta), el come m

mas^de ias ZZ de mandioca, toma e, alma del agua

(1) AnUnknown people, p, 1-1 . ob- clt‘

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derramada y de la chicha consumida por sus parientes en la tumba.

Esta creencia motivó la costumbre de matar esclavos, ca- ballos, perros, quebrar arcos y flechas, inutilizar los objetos de uso del difunto, derramar agua y dar banquetes sobre su tumba. Estas costumbres son generales en todas las naciones y su origen es, sin duda, el mismo.

Para descubrir el origen de esta creencia, dije al cacique Arikisó délos Kaingangs: «¡el alma no existe!'

«¿No la ves? dijo enseñando la sombra; estás fumando y tu alma fuma el alma de tu cigarrillo y suelta el alma del humo; comes porotos y tu alma "tiene alma de cuchara y come almas de porotos.»

«La sombra originó la idea del alma de un segundo yo.

Al morir el indio, el alma abandona el cuerpo con el últi- mo suspiro; para impedirlo los chaqueños clavan dos hue- sos en la garganta del moribundo, lo entierran vivo aun y cubren la tumba con ramas espinosas, tunas etc., nara im- pedir que el alma salga y los persiga: abandonan a marchas forzadas el sitio y todos cambian de nombre para que el alma no les reconozca.

El terror que tienen al alma del muerto, tiene el siguiente motivo: el alma abandonando definitivamente el cuerpo, se siente desnuda, tiene frío y no puede tener mujer. Para po- der volver a la vida terrestre, procura robar el alma de su pariente, la esconde en el momento y entra en el cuerpo abandonado. Este es el origen de todas las enfermedades y de la muerte.

El único que temen las almas es el payé (machi) que con su calabaza puede espantarlas. Cuando éste duerme invaden el toldo y esperan que el alma de un indio dormido salga por el pecho, para sus viajes sonámbulos; la agarran y la atan en el monte.

Si el indio, en un sueño, ve a algún pariente difunto, lla- ma al payé. Este mira en un pedazo de espejo o lata de sar- dina que tiene en los aros de las orejas y allí ve el espíritu.

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Canta hasta que declara que el espíritu asustado larga el alma; después canta mas ligero para que esta encuentre el camino de regreso y tranquilice a su cliente» (1).

Los esquimales creen que hay varias « tierras de muertos»: los que sufren una muerte violenta van al cielo, los que mue- ren de enfermedades van a otra morada.

Los indios de Vancouver tienen la idea que las habitacio- nes de los muertos se encuentran cerca de sus propias cho- zas, pero que son invisibles. Sin embargo la idea más común es que el mundo de los espíritus se encuentra en el lejano occidente y para llegar a él es preciso cruzar un ancho y pro- fundo río en canoa. Lino de los elementos comunes del folklore americano es la visita a la región de los muertos por personas durante un ataque epiléptico o desmayo (2).

Los Sía de Nuevo México tienen una curiosa a creencia este respecto: «El cuarto dia después de la muerte, el espí- ritu parte en su viaje al otro mundo, habiéndose entretanto rondado en la vecindad. Los trajes no deben jamás depo- sitarse enteros en las sepulturas, sino cortados en pedazos, porque si estuviesen intactas las almas de estas prendas no podrían salir. El camino al otro mundo, que está situado al norte, es tan lleno de espíritus que estos a menudo estor- ban unos a otros, porque no sólo las almas de los sia, sino las de todos los indios viajan por el mismo camino. Los es- píritus de los muertos vuelven al lugar de su origen y las sin nacer pasan a las aldeas, donde más tarde deben ver la luz» (3).

Lynd dice que los dacotas dan cuatro almas al cuerpo hu- mano.

(1) Vojtech Frió. Las religiones de los Indios de la Cuenca del Plata Actas del XVIIo Congreso Internacional de Americanistas, pp. 477-8. Bue- nos Aires, 19 10.

(2) Handbook of American Indians (art. Soul), p. 618. Tomo II. Boletín N:° 30 de las publicaciones de la Smithsonian Inst.

(3) The Sia. by Matilde Cox Stevenson. Eleven th Annual Report of the Bureau of Ethnology. Washington 1894.

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«El primero se supone ser material y muere con el cuerpo.

El segundo es un espíritu que siempre queda cerca del cuerpo. Otro es responsable por las acciones físicas y des- pués de la muerte se va hacia el sur según unos o al occiden- te según otros. El cuarto siempre permanece en la vecindad de un pequeño atado del cabello del difunto, guardado por los deudos hasta que tengan una oportunidad favorable de arrojarlo en el territorio de alguna tribu enemiga, cuando se vuelve vagabundo y lleva la muerte y las epidemias en su sé- quito» (1;.

El animismo, o sea la veneración de las almas o sombras se encuentra muy desarrollado entre los esquimales y aleu- tianos y otros pueblos hiperbóreos, especialmente entre las tribus cazadoras que vivían hasta hace poco entre la Bahía de Hudson y los grandes lagos (2).

Dorsey en su estudio sobre «Los cultos de los sioux», dice: «El autor no encuentra vestigios de la creencia en la inmor- talidad de los seres humanos. Aun las divinidades de los da- cotas fueron considerados mortales, porque podían matarse unos a otros. Pero si se entiende por inmortalidad la existen- cia continua en forma de ánima, no habrá dificultad en de- monstrar que las tribus siouanas mantenían semejante doc- trina y que con toda probabilidad era anterior a la llegada de los blancos» (3).

Los assiniboines creen que las ánimas no siempre son visi- bles a los vivos, aunque a veces se dejan sentir. Ocasional- mente se materializan, casándose con los vivos, comiendo, bebiendo y fumando como si fuesen mortales ordinarios. Añ-

il) Lynd. -Minnesota Histórica] Society’s Collections. Vol. II, 2.a parte, pp. 68 a 80.

(2) Rev. S. D. Peel. On the traditions of American aborigines. Jour- nal of the Victoria Institute of G*- Britain. Vol. XXXI, p. 221.

(3) A study of Siouan cults, by James Owen Dorsey. Eleventh An- nual Report of the Bureau of Ethnology, Washington, 1894, p. 521.

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tes de la muerte, el toldo es rodeado por las ánimas de los parientes difuntos y estos son visibles al moribundo (1).

Los indios de Popayan, según Cieza de León, no tenían co- nocimiento déla inmortalidad del ánima; y «más creen que sus mayores tornan a vivir, y algunos tienen que las ánimas de los que mueren entran en los cuerpos de los que na cen» (2). La misma cosa cuenta de los canches del Perú (3).

Los mapuches o araucanos tienen creencias muy pareci- das a las que hemos citado. El animismo y el culto de los antepasados imperan entre ellos.

No reconocen ningún Ser Supremo; pero pueblan la natu- raleza con una serie de demonios o espíritus malignos contra quienes usan diversas prácticas mágicas o bien los protegen los espíritus de sus deudos.

La tierra de los muerto 5 varía entre los araucanos según la localidad que habitan. Para las tribus sub-andinas está ubi- cada allende la cordillera; pero para las tribus costinas es al otro lado del océano.

Cuando las ánimas llegan al otro mundo sus ocupaciones y modo de vivir es la misma que en la tierra. Sufren de las mismas necesidades, sienten los mismos dolores, penas y pla- ceres.

Los vahganes de Tierra del Fuego «creen que las almas de los difuntos andan vagabundas por los bosques y las monta- ñas; inquietas y dolorosas, si durante la vida fueron malas, gozosas y tranquilas si fueron buenas.

«Los alacalufes creen que los buenos, después de su muer- te, van a un bosque delicioso a comer hasta hartarse de todo lo que les gustaba durante la vida, como peces, frutos del mar, focas, pájaros, etc., mientras los malos son precipita- dos en un pozo profundo de donde no pueden salir más»;

(1) Astudy of Sio an cults, by James Owen Dorsev, Eleven th Annual Beport of the Bureau of Ethnology, Washington, 1894, p. 485.

(2) La Crónica del Perú. Cap. XXXII.

(3) La Crónica del Perú. Cap. XCVIII.

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pero es evidente que estas ideas se han adquirido después de su contacto con los misioneros (1).

Hemos visto que entre muchos pueblos, dominaba el temor de los espíritus. Relacionado con esta idea, encontramos un sinnúmero de curiosas costumbres. Las sepulturas se hacían más seguras; y se tapaban con montones de piedra o de tirs rra. Algunas tribus sembraban sus contornos de espinas, pie- dras cortantes u otros obstáculos que estorbarían el paso, bajo con la impresión de que las almas de estos impedirían la sali- da de lánima del difunto.

LTna idea muy generalizada era que las ánimas no po- dían pasar el agua ni las cenizas y en consecuencia, entre algunos pueblos encontramos la costumbre de enterrar los muertos en islas o aliado opuesto de los ríos que corren cer- ca de sus habitaciones. Otros derraman cenizas por el cami- no que sigue el cortejo fúnebre y vuelven por otra parte para despistar el ánima e impedir que les siguiese.

Otra costumbre era de tratar de imposibilitar la salida del ánima del cuerpo. Esto se conseguía por varios medios; sepultando vivos a los moribundos, clavándoles espinas en la garganta; por estrangulación, etc.

Otros pueblos creían que el ánima quedaba sujeta ai mismo tratamiento que el cadáver, al cual no abandonaba hasta el momento del entierro. En conformidad con esta idea eran muchas las costumbres practicadas, especialmente por las tribus que habitaban ambos lados de los Andes. Al morir un individuo, el cadáver se envolvía en esteras, tejidos, cue- ros u otras especies y quedaba fuertemente atado con sogas o correas. De este modo, según su creencia, el ánima perma- necía igualmente atada sin poder salir de su lugar de des- canso, aun cuando en conformidad con sus ideas confusas y complejas, tenía libre acceso ala tierra de los muertos.

Entre otras tribus, sobre todo las de ciertas regiones de No-

li) Los Indios del Archipiélago Fueguino, por Antonio Coiazzi, Rev Chil. de Hist, y Geog. Aña IY. Tomo Y, núm. 14.

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te América, se recurría a la incineración o cremación de los cadáveres; convencidos de que estando quemado el cuer- po, el ánima no podría asumir una forma material y que por lo tanto no les podría molestar haciéndose visible.

Vemos entonces que la mayor parte de las costumbres y rituales funerarios délos pueblos primitivos estaban íntima- mente ligados con sus creencias animísticas y sin compren- der las unas no se pueden entender las otras. Sólo con un conocimiento de los motivos que las originaron podemos ex- plicar muchas costumbres que nos parecen crueles, bárbaras o ridiculas.

CULTO DE LOS MUERTOS

Universalidad del culto. Evolución de la idea. Abandono de los muer- tos.— Algunas tribus devoran los cadáveres. Cadáveres echados a los perros. Curiosa costumbre de algunas tribus brasileñas. Sepultura.— Ofrendas y libaciones. Sobrevivencias. Mitos.

Es preciso recordar que entre las tribus más primitivas no existen ideas religiosas en el sentido de reconocer un Ser Supremo o una Causa de Causa?. Como hemos visto, no rela- cionan causa y efecto y todas las manifestaciones naturales que perciben son para ellos obra de espíritus. Al principio, creen que las ánimas de sus muertos pueden ocupar nuevos cuerpos, sean de hombres, animales u objetos, y sólo mucho después, se desarróllala idea de que pueden existir separa- das del cuerpo y conciben la necesidad de un lugar apar- tado para su residencia.

Entre los cultos primitivos, es indudable que ninguno ha sido tan universal como el culto de los muertos o los ante-

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pasados. Se puede decir que esta costumbre ha sido la base de todas las religiones pasadas y actuales y casi no hay pueblo que no la haya practicado en alguna época de su desarrollo.

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Este liecho se prueba por la historia, la filología y la etno- grafía.

Pero si la veneración de los muertos es una forma cons- tante, manifestada en todas partes, sin embargóse encuen- tra entretejida con tal número de ideas míticas y creencias supersticiosas que no se la puede reducir a una sola forma de culto y únicamente se puede hablar en este sentido to- mando como fundamento la idea central, considerando las ceremonias o rituales relacionadas con ella, como simples accesorios.

El culto de los difuntos, sin embargo, no se funda a priori sobre el concepto de la inmortalidad del alma, sino más bien, en la idea nebulosa de la transformación y perpetuidad de ser y también en el deseo que tiene el hombre de durar algo más alia de la tumba.

Para llegar a este concepto, es preciso que la mente hu- mana haya pasado por otras etapas anteriores. Sólo después de desarrollada la idea del ánima y su poder extrínseco de separarse del cuerpo, puede nacer la idea de venerar o pro- piciar los espíritus. El cadáver como tal, nunca fué objeto de culto y si algunos pueblos cuidan mucho de su conserva- ción y sepultura es con la idea de que el ánima puede vol- verlo a ocupar o puede enojarse si su morada corpórea no se trate con respeto y aun con veneración,

Pero hubo un tiempo cuando no había estas preocupacio- nes y han existido y todavía existen tribus que no prestan atención ninguna al último destino de los despojos mortales de sus muertos; algunos porque aun no han llegado a un grado de civilización suficiente para comprender las ideas abstrac- tas encerradas en las doctrinas del animismo, o lo que es más frecuente porque consideran que desligada el ánima del cuerpo, no vuelve a ocupar este último y por lo tanto, ca- rece de importancia.

Los cuidados que toman con los cadáveres los pueblos más primitivos y sus costumbres funerarias se derivan a menú-

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do de un recuerdo mecánico no razonado, más bien que de un sentimiento de decencia o de respeto.

Los salvajes inferiores no deben sentir ningún inconve- niente por la putrefacción de los cadáveres. Los grupos son muy pequeños y por consiguiente la muerte entre ellos es rara. El hombre grosero no se incomoda como el hombre delicado por las emanaciones fétidas. Vive en medio de los animales que desuella, cuyos restos son abandonados, a su contorno. Cuándo llega a ser insoportable un sitio, se muda con gran facilidad a otro (1).

Muchos pueblos, en este estado de cultura, abandonan sus muertos; otros sólo sepultan sus jefes.

Los cadáveres de la plebe son arrojados a las fieras. y las aves de rapiña. Los escritores antiguos y modernos nos dan numerosas citas de tales costumbres.

Los cafres de Africa abandonan sus muertos que sirven de pasto para los lobos, las aves y los insectos (2).

Justin dice que los partíanos hacían devorar los cadáveres por los perros o por las aves de rapiña y que en su país se encontraban los huesos de los muertos por todas partes.

Cicerón nos avisa que en Hyrcania se alimentaban los pe- rros públicos con la carne de los muertos (3).

Strabón habla en estos términos de una costumbre análo- ga: «En la capital délos Bactrianosse alimentan unos perros, a que se dan el nombre especial de enterradores. Estos perros son encargados de devorar todos los que comienzan a debi- litarse por su edad avanzada o por enfermedad. De allí viene que en los alrededores de la capital no se ve ninguna tumba: pero el interior de los muros es todo lleno de huesos. Se dice que Alejandro ha abolido esta costumbre» (4).

Todavía en tiempos modernos, en el Tibet se entregaban

(1) Etudes sur les facultes mentales des animaux, por J. C. Honzeau. tomo II. p. 606. Mons. 1872.

(2) Travels in Southern Africa, por Barrrow. Londres 1797.

(3) Cicerón. Quaestiones tusculanae, lib. I, Cap. 45.

(4) ' Strabón. Geographia, libro VII.

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los cadáveres a los perros después de haberlos despedazado. Se mantenían esos perros sagrados expresamente para devo- rar a los ricos (1).

Según Heródoto, los calliates de la India devoraban ellos mismos los cadáveres desús deudos (2).

Otros pueblos arrojan los muertos a los rios o al mar don- de son devorados por los peces o las aves.

Muchas de estas costumbres las encontramos subsistentes entre las tribus de América.

Los seris del golfo de California prestaban muy poca aten- ción al entierro de sus muertos, que eran generalmente aban- donados en el lugar donde morían; salvo cuando estaban eri la vecindad inmediata de las rancherías.

En este caso el cadáver se cubría con ramas o montes- para que los animales salvajes no estorbasen el sueño de los vivos, al pelear sobre los restos (3).

Los pimas abandonan a los viejos o inválidos y los dejan morir de hambre. Aveces éstos se suicidan, prendiendo fue- go a las chozas que habitan (4).

Bancroften su Historia de los Estados Unidos, dice, que entre las tribus indias de aquel territorio, era muy frecuente el abandono de los viejos y enfermos. Semejante costumbre prevalecía entre los patagones y otras tribus nómades las Pampas y del Chaco.

Leemos en el viaje de Henry Ellis (1746) que los esqui- males de la Bahía Hudson lo consideraban una obligación so- cial estrangular a los viejos que ya no podían mantenerse; que a veces fueron enterrados; pero con frecuencia abando- nados en la nieve, para que los animales devorasen sus ca- dáveres.

(1) Huc. Souvenirs d’un voyage dans le Thibet, Tomo II, cap. 2. .

(2) Heródoto. Historia, lib. III. caj3. 38.

(3) \Y. J. Me. Gee The Seri Indians, p. 287. Seventeenth Annual Re-

port of the Bureau of Ethnology. Washington. 1898.

(4) Frank Russel. The Rima. Indians, p. 192. Twenty-sixth Annual Repon of thé Bureau of Ethnology. Washington 1908.

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Los salvajes de Tierra del Fuego, apremiados por el ham- bre inmolaban a los viejos que consideraban de menor im- portancia que sus perros y comían sus carnes (1).

Varias de las tribus del Amazonas comían sus muertos. Según los primeros descubridores, los capanahuas, cashibos carapaches y cocomas tenían esta costumbre (2). Estos últi- mos, después de comer la carne de sus deudos difuntos, molían los huesos y el polvo así formado los echaban a sus bebidas fermentadas. Decían que era mejor estar dentro del vientre de un amigo que estar sepultado en la tierra helada(3). Raleigh relata la misma cosa de los aruacos del Orinoco (4). Southey dice otro tanto de los ximanas (5) y Wallace hablando de los aborígenes del valle del Amazonas, dice: Los tarianos y tucanos y algunas otras tribus (entre las cuales se pueden citar los cobeus), un mes después délos funerales, desentierran el cadáver, que se encuentra ya muy descom- puesto. y lo colocan en una gran paila sobre el fuego hasta que todas las partes volátiles se evaporan con un olor horri- ble, dejando sólo una masa carbonizada que se muele hasta reducirlo a polvo. Esto se echa en las tinajas de caxirí (chi- cha) y es bebida por los reunidos (6).

Algunas, sino todas las tribus de las costas setentrionales del Pacífico eran antropófagos y cuando faltaban enemigos a quienes comer, satisfacían su voracidad con los cadáveres de sus deudos (7,'.

(1) Darwin. Narra ti ve of the voyage of the Adventure and Beagie.

(2) Sir Clements Markham. A listof the tribes of the Valley of the Ama-

zon. Journal of the Royal Anthropological Institute. Vol XL. 1910. Lon- dres. ¡i

(3) Sir Clements Markham. A list of the tribes of the Valley of the Amazon. Journal of the Royal Anthropological Institute. Vol. XL. 1910 Londres.

(4) Sir VValter Raleigh. The Discovery of Guiana. Londres, 1019.

(5) Southey. Brazil, tomo III, p. 722.

(6) Alfred Russel Wallace. Travels on the Amazon and Rio Negro. Londres, 1853,

(7) Viaje del capitán Jacobsens a la costa noroeste de América, pp. 48 y 50.

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Por estos ejemplos, que podrían multiplicarse, se ve que no en todas partes se guardaba el mismo respeto para el ca- dáver.

Esto no siempre quiere decir que no existía el culto por los muertos entre las tribus que tenían semejantes prácticas, Al contrario, vemos entre los esquimales, los seris y otras, un gran temor a las ánimas, y entre otros pueblos de parecidas costumbres, hallamos ceremonias y ritos propi- ciatorios, practicados para complacer ios espíritus de los difuntos.

Empero la mayor parte de los pueblos incluía, como parte integrante y principal de su culto, el respeto y cuidado del cadáver.

Las sepulturas se construían sobre el modelo de las habi- taciones; al cuerpo se ataviaba con sus mejores adornos y prendas de vestir, y se enterraba acompañado de sus armas, si era hombre, y de los utensilios caseros si era mujer. Se co- locaba en la sepultura un gran acopio de